El martes en la mañana recibí un correo de invitación a cenar en un restaurante español. La invitación no solo estaba dirigida a mí, sino también a los colegas de la misma empresa, quienes trabajan en un proyecto en la misma ciudad en la que mi proyecto tiene lugar. En el grupo de esos colegas se encuentra uno, que ha demostrado cierto interés en mí. Con “interés” quiero dar a entender atención, es decir, este personaje me ha escrito varias veces correos, y cuando hemos tenido el chance de encontrarnos ha estado muy abierto a la conversación. Yo por lo general me intereso en lo que la gente tiene que decir, por lo menos cuando acabo de conocerlos. Así que me agrada que sea tan simpático. Aunque temo gustarle un poco, pero yo tengo cierta tendencia a la paranoia y a crecer que todos los sujetos de ese estilo, quiero decir feos, chiquitos, simpaticones, físicos, ñoños,… tienden a enamorarse de mí (mientras yo en cambio tengo la tendencia de enamorarme de los grandes, no tan simpaticones, que nunca quieren cambiar dos palabras).
Bueno, pero volviendo a la anécdota: este chico también me escribió, casi al tiempo, un correo informándome sobre la planeada cena y sugiriéndome ir, ya que el restaurante es muy bueno, según él. Me he unido al plan entonces. La reunión estaba planeada a las 20.30. Yo llegué a las 20.40.
Estaban, ya en el lugar, el chico simpaticón, el director de su proyecto, es decir, quien primero mandó la invitación general y otro colega de la empresa, a quien yo no conocía y me desagradó a primera vista. La razón del desagrado la puedo aclarar: no me gusta cuando alguien intenta con ahínco el contacto visual. Como a los franceses, me parece irrespetuoso. Claro, de vez en cuando, es importante hacer cierto contacto visual para fortalecer o debilitar los argumentos hablados, dependiendo de la mirada o para otros fines. Pero en cualquier caso es un método de generar conexión y es por eso que me parece irrespetuoso tratar de generar demasiada conexión con un/una desconocido/a. Prefiero la gente que mantiene un poco más la distancia. Aunque claro, peor que los que sólo lo miran a uno a los ojos, son los que sólo lo miran a uno un poco más abajo, pero bueno, eso es tema para otra anécdota.
El chico coquetón, pequeño y simpaticón estaba a mi derecha, el chico de mirada intensa que me disgustó al frente mío, el jefe enfrente del chico coquetón, pequeño y simpaticón. Luego llegaron los otros. A mi izquierda se sentó un colega al que ya conocía. Un sujeto extremadamente honesto, una de esas personas ingenuas, que dicen lo que ven. Este tipo de personas me agradan profundamente. Al frente suyo estaba un colega, que me pareció más bien atractivo, aunque siendo objetiva tal vez no lo es, más yo nunca me he destacado por un “buen gusto”. Este sujeto sentando al frente del chico honesto tenía pinta de norteño, es decir, era extremadamente blanco, mono y con aire vikingo.
Él chico vikingo comentó con sorpresa el hecho de que no nos hubiésemos conocido, por lo menos de vista, en la reunión de verano de la empresa, dónde todo el mundo estaba. No entendí su sorpresa, pues éramos más de 200 personas ahí, más sospeché que lo que quería indicar, es que se hubiera fijado en una chica como yo. Una interpretación que declara mi grado de egocentrismo, pero que también es, claro está, la que más me convence.
Al lado derecho del pequeño había una mujer que no pertenece a nuestra empresa, pero que está involucrada en el proyecto de ellos. A su lado, un hombre que parecía extranjero, pero cuyo alemán perfecto revelaba que debía de haber nacido en las tierras en las que la cena se desarrollaba. Al frente diagonal suyo estaba un chico con aires de seguridad, bien vestido, a su derecha alguien, a quien no logro recordar bien. Ah, sí, el jefe del jefe. Sorprendentemente tímido y sonreidor, pero con quien no cambié ninguna palabra.
La cena se desarrollo en un lapso de tres horas. La comida consistió en una bandeja llena de mariscos, con mucho ajo y mucho aceite. Lo comensales fuimos juiciosos con la tarea. El mayor comensal fue, como yo hubiese predicho, el chico ingenuo a mi izquierda, quien además de comer con ganas, siempre hacía uno que otro comentario sobre la música o el trabajo, siempre dándome la impresión de decir en efecto lo que pensaba, sin roles ni pretensiones. Algo que me pareció que el vikingo no apreciaba, pues cuando el chico ingenuo hablaba ó lo miraba en tono de burla, o miraba hacia otro lado con cara de aburrido.
El chico a mi derecha, es decir el pequeño, simpaticón y coquetón, parecía algo estresado. Como yo me creo que el centro del mundo, mi interpretación es que se debía a la poca atención que yo le estaba dando. Intentó varias veces generar conversación, pero yo no tenía muchas ganas de hablar de mí y prefería escuchar los comentarios honestos del hombre ingenuo.
Luego de un rato estábamos los cuatro: el ingenuo, el vikingo, el coquetón y yo en una conversación sobre camisas y camisetas y leyes de etiqueta. Seguimos hablando de varios temas, más yo me iba cansado de la velada. Prefiero una conversación de a dos que en grupo, en grupo me aburro un poco más rápido. También notaba cierto cansancio con el idioma y tenía ganas de irme a dormir. Más el vikingo no había terminado su vino, el chico parece tener buen talante para la bebida. El honesto mantenía su mirada pegada a la bandeja, viendo que ya nadie comía y de pronto con ganas de darle mate a los últimos pedazos de pescado. La gente del local empezó a organizar, abrieron la puerta, que estaba detrás de mi silla, con lo cual indicaban que sólo estaban a la espera de nuestra partida. Empezaba ya a hacer frío y el chico vikingo seguía sin terminar su vino mientras nosotros tratábamos de armar conversación donde ya no había más tema. Finalmente cuando terminó su vino nos levantamos para partir. El coquetón me preguntó, en esa manera tan simpática que existe en alemán de preguntar en plural si el otro quiere lo que uno quiere, si deberíamos volver a hacer algo la otra semana. El vikingo notó que ya nos conocíamos, miro con cara de aquí hay gato encerrado y siguió hablando con el honesto. Yo indiqué que la semana siguiente no estaría en la misma ciudad.
Salimos todos en un grupo grande y prontamente se separaron los sujetos de mayor edad, quienes no tenían necesidad de caminar hasta su hotel, pues iban en auto. Yo no sabía bien donde me encontraba, así que pretendía usar el tram para no arriesgarme a perderme. Cuando el grupo de caminantes estaba conformado por el honesto, el bien vestido, el vikingo, el coquetón y yo, sugirió el chico bien vestido entrar a otro bar. Yo no quería, me daba pereza ser la única mujer en el grupo, no quería levantarme muy tarde al otro día y no tenía muchas ganas de seguir hablando en alemán cuando ya estaba cansada. Expresé con claridad de que yo iba hacia el hotel y pedí indicaciones para llegar. Ellos decidieron en este momento ir a un bar cercano a la estación de tren, así que de paso podían acompañarme hasta un punto que yo ya conocía. En el camino hicieron comentarios sobre los chinos haciendo sopa de salchichas en tono de burla, yo dije que yo hacía lo mismo, no era verdad, pero, como es usual, quería ponerme del otro lado. El simpaticón notó mi mentira, se burló de mí, yo también me burlé. Llegamos en esas a la estación del tren, yo cogí hacia la derecha, ellos a la izquierda, buenas noches.